martes, 29 de abril de 2008

Un día cualquiera, que no fue como los demás

Son las siete menos veinte de la mañana de un día laborable como otro cualquiera. María sale de su casa con el tiempo justo. El mes de marzo casi llega a su ecuador y en Guadalajara no hace frío en exceso. Pero, a pesar de ello, su novio, Fernando, ya le había dejado preparado desde la noche anterior su abrigo frente a la puerta para que no se le olvidara antes de coger el tren que le debe llevar a Madrid, donde trabaja como informática en una importante empresa. María y Fernando viven juntos desde hace dos años y hace una semana él le pidió su mano. Se casarán dentro de un año. María pasa por uno de los mejores momentos de su vida. Comprometida con el hombre al que ama, con casa propia, un sueldo y un puesto estables y un rumor que corre por su oficina de que la van a ascender para contar con mejores condiciones laborales. Fernando estaba dormido y María no quiso despertarle para avisarle de que se iba. No pudieron despedirse.

Al ser una usuaria habitual, a María mucha gente le conoce en la estación de su ciudad. Como cada mañana, el portero le dio los buenos días. Pero en aquella jornada él no mostraba la sonrisa que le acompañaba desde que se levantaba de la cama. Aquél día se quedó extrañado al ver una furgoneta blanca aparcada justo delante de la estación. De ella había visto bajar a tres hombres de nacionalidad musulmana que, rápidamente, se subieron al tren con destino a Atocha. Minutos después apareció María y el portero, pendiente de su sospecha y sin quitar ojo a la furgoneta, no la saludó con la misma efusividad de todas las mañanas. Con el tren casi en marcha, María tuvo que correr para poder subirse y arribar a tiempo a la estación de Madrid, y no llegar así tarde a su trabajo. El destino quiso que sus piernas tuviesen la velocidad suficiente como para no perderlo. Eran las siete de la mañana del once de marzo del año 2004. En algo más de media hora, María estaría en Atocha.

Era el “prime time”, la hora punta, y, debido a su tardanza, María no encontró asiento libre. El tren iba repleto de trabajadores, como ella, que se dirigían a sus oficinas y empresas en la capital de España. Gente normal, que vivían el día a día, que pensaban, como María, que aquel jueves era un día más, que no sabían que aquél iba a ser el fin de sus días. Junto a ella, de pie, viajaba uno de los musulmanes que el portero había visto subirse con demasiada rapidez e impaciencia al tren.

Ocho menos veintinco de la mañana. El tren aminora su velocidad, está entrando en la estación madrileña de la puerta de Atocha, donde María se debe bajar. Segundos antes de entrar en la estación, el hombre que estaba a su lado mete sus manos dentro de su chaqueta. Es la última imagen que las retinas de María perciben. En cuestión de segundos, una tremenda explosión emerge del tren. Después, nada. Los restos de María yacen esparcidos junto a los de los demás viajeros.

Media hora más tarde, Fernando, ya despierto, y mientras desayuna, escucha a Iñaki Gabilondo y su repaso a la actualidad en la Cadena Ser, como todas las mañanas. Pero éste no es un día cualquiera. De repente, el periodista vasco interrumpe el ritmo habitual de su programa con una noticia de última hora. “Se desconocen todavía los detalles, pero una bomba a explosionado en un tren de cercanías a su entrada en Atocha. Todo apunta a que es un ataque terrorista. La magnitud del atentado es enorme”. Fernando estaba casi dormitando con el café en su mano, pero cuando escucha la noticia, un escalofrío recorre su cuerpo y salta de su silla en busca de su teléfono móvil para marcar el número de María. El teléfono de su prometida “aparece desconectado o fuera de cobertura”.

Fernando se pone en lo peor, pero a la vez, se aferra a la esperanza de que, el paso por un túnel le haya hecho perder la cobertura a María. Lo intenta de nuevo a los cinco minutos pero la respuesta es la misma. Lo vuelve a intentar otra vez. Y otra más. Y otra. Pero el teléfono no da señal. Sus malos augurios cobran cada vez más fuerza.

Se viste lo más rápido que puede, coge su coche y acelera por la autovía con la intención de entrar en la capital madrileña. Los aledaños de la estación ferroviaria están colapsados. Aparca su coche y se dirige hasta Atocha andando, mientras suplica porque el tren que cogió María no fuera el que ha explosionado. La estación es un auténtico caos. Colapsos de gente y muchas ambulancias pero, a pesar de los atascos reina el silencio y la desolación. Un auténtico glaciar.

Fernando se dirige a los mostradores. Decenas de personas rodean a los operarios de la estación, que trasmiten con la mayor entereza posible, los datos de los que hasta ese momento disponen. “El tren que ha explosionado venía de Guadalajara. Era el cercanías que salía a las siete menos cuarto de la mañana y se dirigía a Chamartín. Ha explosionado cuando entraba en Atocha, pasadas las siete y media”, gritan los operarios.

Entonces ya no hay esperanza. Fernando cae al suelo, suelta un grito desgarrador y rompe a llorar. Ya nunca más volverá a ver a María. Ya no podrá dejarle más noches el abrigo frente a la puerta de su casa. Ya no se podrá casar con ella. Se ha ido para no volver y no pudo despedirse de ella aquella mañana.

Pero hay veces, como esta, en las que un adiós no acepta despedidas. El tren se llevó lo mejor. Lo mejor de María, pero también lo mejor de Fernando. Los sueños de ambos echaron a volar aquella mañana. María fue una más de los 191 muertos que aquella pesadilla se cobró el fatídico 11 de marzo en Madrid.

Desde el más allá, ella vio la desolación de Fernando, su inconsolable tristeza. Vio a toda España llorar su muerte y la del resto de víctimas, pero también vio, durante cuatro largos años cómo utilizaron su muerte para intentar encubrir la verdadera historia de lo que sucedió esa mañana. Vio cómo su amigo, el portero de Alcalá de Henares era amenazado por acudir a la policía y avisar de la sospecha que aquella mañana le hizo ver una furgoneta aparcada delante de la estación y a los hombres que con tanta prisa y queriendo pasar desapercibidos se subieron al tren.

Fernando decidió cambiar de casa y mudarse al centro de Madrid. Buscó otro trabajo. Todas las mañanas, desde aquel 11 de marzo se sienta en uno de los muros que cubren la estación de Atocha. En silencio, cierra los ojos y recuerda la barbarie que aquel día presenció. Entonces, se evade del mundo que le rodea y le pregunta a María qué podría hacer para volver a empezar de cero, para deshacer lo que ya está deshecho. Para regresar a esa mañana en la que no se despertó para despedirla, para retenerla cinco minutos con un simple beso y que así ella perdiese el tren. El tren que se llevó todos sus sueños. Pero entonces Fernando abre los ojos, abrumado por el ruido de otro cercanías que entra en Atocha y vuelve a la realidad. Sentado en el muro, sigue en silencio, pero mirando a su alrededor, todas las mañanas se repite continuamente una pregunta a sí mismo, a la que nunca podrá encontrar respuesta: “¿Por qué?”.



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2 comentarios:

Blogger Andrés Cánovas ha dicho...

Espero ansioso la "despedida" de Zaplana, porque yo le veo muchos ángulos oscuros a esa huída hacia adelante.

Buen trabajo.

Un abrazo.

30 de abril de 2008, 13:34  
Anonymous Anónimo ha dicho...

La nacionalidad musulmana no existe.

6 de mayo de 2008, 20:33  

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